La mañana me encontró con ansiedad. Después de dar vueltas toda la noche, finalmente amanecí. Como todas las mañanas, fui al baño y me dí una ducha.
Ese día mi cara no era la de todas las mañanas: tenía los ojos tan hinchados que ni quería mirarme en el espejo. Cuando logré tomar el coraje suficiente para hacerlo, lo vi todo. Tenía marcas en el cuello, en los brazos y la cara hinchada de dormirme con lágrimas en los ojos.
Traté de no pensar y solo actuar. Abrí el agua caliente y me metí en la bañera. Al cabo de un rato, ya estaba listo para empezar a cambiarme. Me cambié y rápidamente comencé a llevar las valijas hacia la puerta de entrada. No pude evitar entrar a la cocina y verlos a los dos desayunando. El dolor no se hacia presente en sus miradas, o si estaba, lo disimulaban a la perfección.
Continué llevando los bolsos y las valijas. Decidí solo llevarme lo imprescindible para ganar tiempo y hacer más ágil la despedida.
Miré el reloj, eran 10.50. A las 11 comenzaría mi nueva vida: la casa de Julia sería mi hogar provisorio.
Desde chicos Julia y yo habíamos sido como hermanos, un poco por destino y un poco por elección. Nos habíamos conocido cuando teníamos 9 años, entrando al 5º grado del primario. Recuerdo el primer día que la conocí: tenía trenzas rubias oscuras y un lunar al estilo Marilyn.
Con el paso de los días nos fuimos acercando y comencé a conocerla más. Al igual que yo, era de Sagitario y más aún, éramos del mismo día. La coincidencia no hizo mas que llenarnos de risas y comparaciones que rápidamente derivaron en el comienzo de una amistad.
Fue una de las pocas personas que estuvo en los momentos más difíciles que me toco atravesar, tanto familiares como personales. Siempre estuvo ahí para apoyarme o darme una palabra de aliento.
Fue ella también a quien le confesé por primera vez aquel verano antes de comenzar la universidad mi homosexualidad y la enorme confusión y temor que me atormentaba en ese momento.
No tarde en tomar una determinación y agarré el teléfono. Sin pensarlo marque el número de aquella remisería de confianza y tan solo unos segundos después un asistente me estaba enviando un auto a mi casa.
Los minutos que me separaron de aquel viaje sin retorno se hicieron eternos. Intenté no pensar pero no lo logré. Los interrogantes rodeaban mi cabeza a toda prisa y el futuro sin planificación alguno se hacia presente en esa tibia mañana.
Escuché un auto. Al instante miré por la pequeña ventana de la cocina. Un coche rojo circulaba despacio en búsqueda de una dirección. Dejé que encontrara mi número mientras comenzaba la peregrinación hacia el garage con todas mis pertenencias.
Bolso tras bolso sentía una rara sensación: la libertad en su máximo esplendor y el dolor de saber que aquel, seria el último día en que compartiría algo con ellos. Continué cargando mis cosas en el auto y siguiendo mis impulsos, cerré la puerta de mi casa y rápidamente subí al remis. Tras un rato ya estaba abrazado a Julia, intentando olvidar los meses de infierno.
Desde chico siempre fui exigido. El mejor alumno, el mejor hijo, el mejor hermano, el mejor compañero. Las presiones siempre fueron parte de mí. Un poco por ser el hijo mayor de un matrimonio que planeó la llegada al mundo de sus dos hijos y un poco por la sobreexigencia con la que fui criado.
Mi mamá, hija y nieta única, siempre vivió bajo presiones, propias y ajenas aprendiendo a ser la mejor en todo y con esos preceptos fuimos criados nosotros.
Siempre, desde que tengo uso de razón, lo que más la preocupo fueron las apariencias y lo que el resto diga. Pues no era extraño que la homosexualidad de su hijo haya sido para ella algo trágico. Sus pensamientos más concurrentes eran: -Que van a decir la familia, los amigos, etc.…
Parecía que su vida sucedía dentro de una vidriera, en la que se “debe” lucir magnifico y mostrar lo perfección en la vida, el matrimonio y los hijos.
Mi padre, en cambio, siempre fue menos interesado en esas cosas y trató de vivir su vida sin hacer caso a críticas ni comentarios. Contra todos los pronósticos y toda su familia, eligió a mi mamá para formar su vida; que paradójico que, justo ella, fanática del “que dirán”, formara parta de la vida de él, alguien que nunca le dio importancia a eso.
Bajé del auto y toqué el timbre. Con la ayuda del taxista bajé todos los bolsos y valijas que llevaba conmigo. En un instante se abrió la puerta, Julia me dió un abrazo enorme, esos que no tienen lugar ni tiempo, esos que hacen que todo y todos por un instante desaparezcan de nuestra mente; detrás Mariano y Sofía, los papas de Julia, se acercaron a nosotros. Luego de los saludos, entramos todo el equipaje al hall de la vieja casa chorizo.
Cerramos la puerta. Finalmente, me saqué los anteojos y dejé ver mis ojos. El dolor se reflejaba en mi cara y mis ojos daban cuenta de eso; rojos e hinchados se presentaron ante el pequeño hall beige. Julia me abrazó por segunda vez y me acarició la espalda.
Entre los dos llevamos todos los bolsos a la habitación. Eran varias valijas, algunos bolsos de manos con objetos personales y un bolso con mi pequeña computadora personal. Nos sentamos en la cama y comencé a contarle mi historia.
-No se como llegamos a esto. No puedo creer todo lo que pasó. Estoy todavía en shock. La única imagen que tengo en mi mente es un nudo de gente peleando sobre una cama, dije con los ojos llenos de lágrimas…
-Pero, como empezó todo, preguntó ella.
No tardé en responderle y desahogar mi dolor. -Yo había llegado del trabajo y me había puesto a ordenar mi habitación. Al rato, comenzó la pesadilla de aquella noche. Primero sus preguntas al aire sobre el paradero de aquel viejo libro de filosofía y luego sus acusaciones contra mí.
-Sos un chorro, gritó con su voz ronca. Me estas robando un libro.
Yo no tardé en responderle. –El libro es mío. Me lo compraron para el colegio, tengo todo el derecho de llevármelo…dije mirándola a los ojos.
-Lo pagué yo, es mío. Sos un chorro. Y anda a saber todas las cosas que te estas robando en las cajas que te llevas… continuó diciendo.
En ese momento, con toda la furia que tenía adentro, fui hasta el living, tomé una de las cajas, la abrí y agarré el libro. Apagué rápidamente la luz, y me dirigí a su habitación. Entré y del peor modo posible, le dije: -Acá tenes tu libro, imbécil. Y revoleé el libro contra su pierna.
Por segunda vez, comenzó a dejar fluir los peores insultos. Acá nadie te quiere, gritaba. Yo mientras tanto, no dejaba de insultarla y responder a sus ataques con más de lo mismo. Mi papá no tardó en intervenir en su defensa.
-Andate a dormir. Agarra tus cosas y salí de acá porque te parto como un queso, decía él. La situación se ponía peor con el paso de los minutos y el inminente final se aproximaba como el desenlace de una tragedia griega.
Los insultos no tardaron en subir de tono. Mientras ella seguía lastimando verbalmente, Él, continuaba intentando hacerlo físicamente. Finalmente sucedió. Me pegó. Agarró mi cuello y lo presionó con fuerza.
En ese momento de mi narración, no pude contener mis lágrimas. Comenzaron a fluir a toda prisa por mi rostro, marcado por el sufrimiento más profundo. Intenté calmarme y continuar mi historia…
-Mi hermano, entre tanto, trató de separarnos, continué, pero no pudo hacerlo. Después de un rato de intentarlo se encerró en su cuarto y no volvió a salir.
De fondo, vacilaciones e insultos se hacían presentes. Yo estaba en crisis: lágrimas y dolor se mezclaban en aquella noche cálida de marzo. Continué mi defensa, como mejor pude, pero una nueva tempestad se acercaba. –Sos un puto de mierda y a tu padre y a mi nos avergonzas, dijo ella sentada en su cama. Destrozado por sus dichos y segado por la tristeza de escuchar algo así de mi madre, la agarre de la muñeca y grité con todas mis fuerzas, -nunca más vuelvas a decirme así hija de mil puta… ella, arrogante e histérica decía: -Dale, pegame así llamo a la policía. –Dale. Mi papá, se acercó a la cama, y empezó a tirarme de una pierna para que la suelte a ella, mientras ella continuaba desafiándome. Mi hermano volvió a intentar separarnos, nuevamente sin éxito. Esa es la imagen que no puedo borrarme de la mente, dije en voz baja a Julia, mientras ella me miraba atónita. Y Continué…Logró que la suelte y me volvió a pegar, pero esta vez, me defendí. Llorando a mares empecé a pegarle con el puño cerrado en el pecho y los hombros mientras lo insultaba.
Pasaron solo unos minutos hasta que tomé la decisión final: me encerré en mi habitación y ahí, decidí que era momento de terminar esta relación enfermiza que nos unía: ellos jamás comprenderían ni respetarían mi homosexualidad y yo jamás cedería en mi felicidad para darles el gusto…
Unos instantes después apoyé mi cabeza contra un almohadón verde mientras Julia me acariciaba la espalda.
-Están enfermos, dijo ella. Lo mejor que te pudo pasar es irte de ahí. No es justo que tengas que pasar por esto. Vos ya tuviste el momento adecuado para madurar tu sexualidad, y no tenes que pasar la maduración de nadie más. Vos sos feliz como sos, y al que no le guste, que no forme parte de tu vida.
Y Ahí nos quedamos, sentados los dos, pensando en lo que había pasado y en lo que vendría.
7.11.10
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